Eduardo Abel Gimenez
- Ocupación: Narrador, músico, especialista en juegos de ingenio, bloguero.
- Nacimiento: 1955, Morón, Buenos Aires, Argentina.
- Hijas: Gabriela, Claudia y Virginia.
Fue músico, hizo revistas de ingenio y de crucigramas, programó computadoras, y empezó a escribir desde chico.
Aunque
nació en Morón, pasó toda su infancia en Ramos Mejía. Los swinging sixties,
para aquel hijo único del conurbano, sucedían a miles de años luz. Sin embargo,
después de leer las aventuras del Pato Donald y la inoxidable colección Robin
Hood, Giménez recibió dos rayos sesentistas casi en simultáneo: los discos de los
Beatles y la ciencia ficción: las traducciones españolas de Nebulae y luego la
colección Minotauro del brillante Paco Porrúa. “Para un pibe de Ramos Mejía,
era un mundo increíble de imaginación y aventuras. Aquella fantasía podía
superar todo lo malo del mundo cotidiano, la soledad de alguien no demasiado
sociable” (Gimenez).
Su
iniciación a la juventud, en ese sentido, es paradójica. Por un lado, está la
escena del arquetipo: un campamento con guitarras en la bucólica Valeria del
Mar de 1970. Los Cantares de Serrat mientras, sobre el horizonte de la década,
se recortaba el canon del rock argentino. Por otra parte, las primeras lecturas
de Ballard y Philip K. Dick. Las playas terminales mientras, en las mentes más
brillantes de una generación, se edificaba el palacio espejado de la paranoia.
Así, en el preciso momento en el que se anotaba en la UBA para estudiar
sociología, comenzaron a espejarse los dos lados de la moneda: la utopía
libertaria y el mal viaje.
Un
buen plan para 1975: la colimba. En febrero, Giménez fue sorteado para hacer el
servicio militar y entró directo la Escuela de Suboficiales de Campo de Mayo. Recibió
la baja nada menos que en abril de 1976 y decidió encerrarse en la casa paterna
para metabolizar aquella experiencia escribiendo y tocando la guitarra. Su
vínculo con el mundo pendía de un hilo de papel: las revistas subtes que
circulaban en el Parque Rivadavia. Así, Giménez no solo escribió algún artículo
para una de ellas, El Hemofílico,
sino que armó un dúo para tocar sus composiciones y su propio medio de
comunicación. Ambos, por cierto, tenían el mismo nombre: El Perof.
Codirige el portal de literatura infantil «Imaginaria» y es el responsable de «Tam Tam», un espacio para jóvenes de 13 a 18 años. Escritor. Da talleres de escritura. Publicó más de veinte libros y trabajó géneros variados: novela, cuento, poesía, microrrelato. Recibió diversos premios, entre los que se destacan el segundo premio en categoría novela del Concurso de Letras del Fondo Nacional de las Artes 2016 y una mención en los Premios Nacionales en la categoría de Literatura infantil, 2012. Dirigió la revista online Imaginaria. Su libro más reciente es Guía esencial de Buenos Aires. Su blog es https://magicaweb.com/eduardo-abel-gimenez/
Junto
a Natalia Méndez creó el sello de libros artesanales Dábale arroz. Con el
tiempo, agregaron una línea no artesanal y Eduardo es el editor de esa parte
del proyecto.
Como
músico, hizo ediciones de autor de varios cassettes entre 1982 y 1989. Algunos
se pueden escuchar en Spotify: https://open.spotify.com/artist/1Pqa8qcDo0aYxOqvihtHcW
Él mismo se describe: “Soy un amateur permanente. Cambio mucho según la época. Ahora, por ejemplo, sueño con hacer apps para celulares. Hace tres o cuatro años hice dos o tres jueguitos para jugar online y me puedo pasar horas programando: me fascinan los incremental games. El gran problema es mi alternancia. Tengo un tema de no continuidad muy fuerte, casi patológico. Me he dado muchos latigazos por no haber hecho carrera musical o carrera como escritor, pero hace poco me sucedió una cosa encantadora. Mi hijo, que ahora tiene 24 años, me dijo que lo que más le gusta de mi es que siempre cambio. Así que ya está.” (Página12.com.ar, 13/09/2021).
Libros publicados:
- El fondo del pozo (novela, Minotauro, 1985)
- Días de fuga de la prisión multiplicada (juego de fantasía, Filofalsía, 1987)
- Bichonario. Enciclopedia Ilustrada de Bichos (humor, con Douglas Wright, Libros del Quirquincho, 1991)
- Un paseo por Camarjali - El misterio del planeta mutante (novela, Libros del Quirquincho, 1993)
- Colección Bichonario (humor, cuatro títulos, con Douglas Wright, Libros del Quirquincho, 1994)
- Colección El laberinto de los Juegos (juegos de ingenio, tres títulos, con Douglas Wright, Libros del Quirquincho, 1994)
- Monstruos por el borde del mundo (novela, Alfaguara, 1996)
- Colección Bichonario (humor, tres títulos, con Douglas Wright, Altea, 1998)
- La bruja Cereza y Nadie puede fabricar una manzana (infantiles, con Roberto Sotelo y Douglas Wright, Atlántida, 2001)
- La caja mágica (juegos de ingenio, con Douglas Wright, Atlántida, 2001)
- Quiero escapar de Brigitte (novela, Editorial Comunicarte, 2007)
- Como agua (libro álbum, con Cecilia Afonso Esteves, Libros del Eclipse, 2009)
- Un paseo por Camarjali (novela, Norma, 2010)
- La ciudad de las nubes (novela, Edelvives, 2011)
- Destacado de ALIJA (Buenos Aires, 2017), por Justo cuando (con Cecilia Afonso Esteves)
- Segundo premio en la categoría “Novela” del Concurso de Letras del Fondo Nacional de las Artes (Buenos Aires, 2016), por Juicio a las diez (inédita)
- Destacado de ALIJA (Buenos Aires, 2015), por Vania y los planetas.
- Destacado de ALIJA (Buenos Aires, 2015), por El Bagrub y otros cuentos de humor (i)lógico.
- Premio Fundación Cuatrogatos 2014 por Monstruos por el borde del mundo.
- Mención en los Premios Nacionales de Cultura, categoría Literatura Infantil (Buenos Aires, 2012), por La Ciudad de las Nubes.
- Pregonero (Fundación El Libro, Buenos Aires, 2009), rubro Periodismo en Internet, a Guía de Letras.
- Destacado de ALIJA (Buenos Aires, 2008), por Quiero escapar de Brigitte. Julio Cortázar (Cámara Argentina del Libro, Buenos Aires, 2002), rubro Medio Alternativo, a Imaginaria.
- Pregonero (Fundación El Libro, Buenos Aires, 2001), rubro Especial, a Imaginaria.
- Fantasía Infantil (Buenos Aires, 2001), Categoría Poesía, por La bruja Cereza (con Roberto Sotelo y Douglas Wright).
- Lista de Honor ALIJA (Buenos Aires, 1992), por la primera edición de Bichonario. Enciclopedia ilustrada de bichos (con Douglas Wright).
- Gigamesh (Barcelona, 1986, compartido con Ursula K. LeGuin) al mejor cuento de ciencia ficción publicado en España, por “Quiramir” (incluido en la antología “Latinoamérica Fantástica”, Barcelona, Ultramar Editores, 1985 —en la página del premio, incorrectamente, dice 1982—).
- Más Allá (Buenos Aires, 1984) a la mejor novela de ciencia ficción publicada en Argentina, por la primera versión de Un paseo por Camarjali, publicada en tres entregas en la revista Parsec.
La Ciudad de las Nubes
—¿Qué hubiera pasado si los aztecas
derrotaban a Hernán Cortés? —pregunta el
profesor González.
El profesor González es
un hombre alto, flaco, de cuello largo y piel muy blanca,
narigón hasta el extremo. Falta que se
pare en una sola de sus piernas larguísimas para
terminar de parecerse a una grulla.
—¿Y si la antigua China
hubiera colonizado el continente africano?
Estamos en la clase de
Historia, aunque más que eso parece una clase de Ucronía.
Hasta donde sabemos, las ucronías son
lo único que entusiasma al profesor González. En
vez de estudiar historias reales,
estudia historias inventadas. Todas sus preguntas empiezan
por: “¿Qué hubiera pasado si...?”
Junto a mí, Alina mira
hacia el frente del aula. Yo le miro el perfil, aprovechando que
me tapa la espalda gigante de
Carpinetti. El mechón de pelo sobre el ojo derecho, la nariz
redonda, el labio inferior que se
proyecta hacia afuera como el borde de una fuente... Bajo
la mirada al pupitre, busco una hoja
en blanco en mi carpeta y corto una tira de papel.
Escribo:
“¿Qué hubiera pasado si
estuviésemos en clases separadas?”
Doblo el papelito al
medio, lo doblo en cuatro, y se lo paso a Alina. Alina se tapa la
boca con la mano y sonríe.
—¿Y si Costa Rica no
fuera potencia mundial? —dice el profesor González.
Alina busca su lapicera
y escribe en otro papelito. Ella prefiere doblarlo en tres, y
luego en seis. Me lo da sin mirarme:
“¿Y si viviésemos en
países distintos?”
Tras cada pregunta, el
profesor González abunda en detalles sobre cómo responderla,
y sobre los recursos de la lógica, la
investigación y bla bla bla, pero la verdad es que no le
presto atención. Entiendo que la
derrota de Hernán Cortés, por ejemplo, habría obligado a
los españoles a.… algo. Pero no me
pregunten qué.
Escribo:
“¿Y si yo hubiese nacido
en otro siglo?”
El sol acaba de
encontrar un camino para entrar por la ventana. Da justo en el pupitre
de Alina, para sacarle brillo a la
piel oscura de sus manos mientras pliegan otro papelito:
“¿Y si yo tuviese un
lunar enorme en la punta de la nariz?”
—¿Y si los vikingos
hubiesen colonizado América? —pregunta el profesor González.
Algunos de nuestros
compañeros bostezan. Los otros parecen en animación
suspendida. Carpinetti está entre los
bostezantes, me doy cuenta por la forma en que a
veces echa la cabeza hacia atrás.
“¿Y si nunca nos
hubiéramos dado un beso?”
La sonrisa de Alina le enciende
los pómulos, donde hoy, con su estilo simple y clásico
de ser hermosa, se pintó un pequeño
círculo esmeralda. Un color delicioso en la vecindad
de sus ojos verdes y anaranjados.
“¿Y si estuviéramos volando
juntos por Egipto?”, escribe.
“¿Y si estuviéramos volando
juntos por el Amazonas?”, escribo.
Le paso el último
papelito a Alina, sin darme cuenta de que al otro lado de la espalda
de Carpinetti el profesor González se
ha ido acercando por el pasillo. Pero Alina no llega a
desplegar mi mensaje. Ahora que
levanto la mirada resulta que la grulla está de pie, en toda
su espectacular altura, justo al lado
de Alina. Y no es todo: está mirando hacia su pupitre.
El profesor González
estira un brazo largo, que sería de grulla si las aves tuvieran
brazos, levanta el papelito y lo lee
para sí. Mientras, frunce los labios, arruga la frente y
asiente lentamente con la cabeza.
Alina y yo estamos
paralizados. Ella mueve la vista de las manos pálidas de González
a su nariz interminable, y vuelve a
las manos. Yo miro la esmeralda de Alina y luego los
ojos del profesor, que son negros,
pero de pronto parecen tener un fulgor rojo (seguro que
hay grullas de ojos rojos). Para Alina
debe ser aún peor que para mí, no sólo porque tiene a
la grulla más cerca, sino porque no sabé
qué dice el papel secuestrado. ¿Y si justo escribí
algo íntimo entre lo íntimo, algo que
nadie más debería ver, algo que se pueda usar
horriblemente en nuestra contra?
Pasa un siglo. Pienso:
no es nada, Alina, no te preocupes. Pasa otro siglo. Pienso:
¡ahora viene el picotazo!
El profesor mira con
esos ojos que deberían ser rojos a los ojos arcoíris de Alina,
hasta que ella baja la mirada al
pupitre. Luego me mira a mí, y yo también bajo la mirada.
Entonces hace algo que en adelante
deberemos mencionar como “nuestra propia ucronía
Realizada”. Al contrario de todo lo
que la enseña la Historia, el profesor González deja
asomar una sonrisa en el lado
izquierdo de la boca, vuelve a dejar el papelito en las manos
de Alina y sigue avanzando por el
pasillo.
—¿Y si jamás se hubiera
prohibido el automóvil? —dice.
¿Podemos respirar? Sí,
podemos. ¿Podemos mirarnos de reojo? También. ¿Hay vida
en medio de tanta vergüenza? Algo hay,
sí. Y ganas de reírnos. Pero no nos reímos. Alina
encierra en el puño el papelito sin
leer. Miramos al frente, nos quedamos quietos y
contamos los segundos que faltan para
que la clase termine.
—¿Y si el Principio de
Kafka hubiera sido rechazado por la Liga de las Naciones?
Incansable, el profesor
González sigue caminando arriba y abajo por el pasillo y
haciendo preguntas. Incapaces de
volver a desafiar el destino, Alina y yo nos afiliamos al
partido de los que bostezan. Hasta que
llega el momento mágico en que, por fin, el profesor
González mira su reloj pulsera.
—Muy bien —dice—. Ya han
aprendido a formularse preguntas interesantes sobre las
muchas formas en que la Historia pudo
ser distinta, y cómo eso podía haber llevado a un
presente muy diferente del nuestro.
Ahora...
Ya lo sabemos, sí: la
tarea.
—Para el jueves, cada
uno formulará su propia alternativa a la Historia real, y
desarrollará en dos páginas cómo
hubiera cambiado el mundo.
Suena el timbre. Fin de
la clase, fin del día en la escuela. El profesor González se
despide, da tres o cuatro pasos de
grulla y sale del aula.
Nuestros compañeros,
repentinamente despiertos, se apuran a juntar sus cosas para
irse de una vez. Carpinetti levanta
con mucha lentitud su cuerpo de oso y vuelvo a ver el
mundo frente a mí.
Alina y yo nos demoramos
en los asientos. Ella sigue ruborizada. Supongo que yo
también. Somos los últimos en cruzar
la puerta, tomados de la mano, mientras los otros
encienden las alas y se dispersan por
la Ciudad de las Nubes.